Definición de Aritmomanía:
(Del griego arithmós, número, y mania. manía). Necesidad invencible de hacer diversas operaciones de aritmética o de ejecutar un cierto número de veces, siempre el mismo, los actos más diversos. (Blocq y Onanoff).
La escritora argentina y varios miembros de su familia comparten una condición mental: no pueden pasar un segundo sin contar sus pasos, los objetos a su alrededor o las letras de las palabras. Así explica en qué consiste la Aritmomanía, una compulsión por buscar múltiplos de cinco en todas partes.
La noche de Navidad de 2002 fue una de esas raras ocasiones en que mis padres, mis tres hermanos y yo coincidimos en un mismo lugar. Ocurrió en Carlos Paz, un balneario de lago en Córdoba, en la casa de veraneo de la novia de mi hermano menor. A la hora del café, no sé por qué, me invadió un ánimo confesional.
—Desde hace años, creo que desde que era una nena —anuncié—, cuento los pasos, los escalones, las letras de las palabras que escribo con mi dedo pulgar sobre el índice, siempre buscando que el total sea cinco o múltiplo de cinco.
Mi madre puso cara de sorpresa, pero mi padre y mis hermanos me miraron con naturalidad. Dijo papá:
—Cuando voy por ruta, cuento las vacas que pastan en los campos y al llegar multiplico por cuatro: así obtengo el total de patas de vacas que vi. Cuando subo a un avión, cuento cuántos pelados hay a bordo; o cuántos tipos con bigote, depende.
Habló Mario, mi hermano mayor:
—Yo cuento los números de las patentes de los autos y los sumo, buscando que den múltiplo de 7. Si no da, paso a la siguiente patente.
Agregó Sergio, mi hermano del medio:
—Yo cuento los marcos de los cuadros, de las puertas, de las ventanas y, en general, todas las líneas rectas en las habitaciones.
Víctor, mi hermano menor, no contaba; solo escribía, como yo, palabras con su dedo pulgar sobre su índice y les mejoraba la caligrafía.
Le pregunté a mi papá qué número buscaba él, segura de que diría “cinco”: yo creía haberlo elegido de niña porque era su número de la suerte. Para mi eterno estupor, dijo que buscaba el 19, que había sido siempre su número de la suerte.
Que 1 más 9 es 10 y 10 dividido 2 da 5 me pareció un pobre consuelo.
Quedé obsesionada: ¿qué era esa manía de contar? ¿Y cómo que la teníamos todos? A mi padre y mis hermanos no les pareció que hubiera nada que resolver. Pero yo me aboqué a la incógnita como un detective a un crimen.
Descubrí que la llaman aritmomanía, y que pocos diccionarios de salud mental le dan el lugar que se merece. Por ejemplo, en el prestigioso Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders ni figura. Aparece, sí en Wikipedia, aunque solo en la versión inglesa y muy brevemente: “La aritmomanía —traduzco— es un desorden mental que puede ser visto como una expresión de un desorden obsesivo-compulsivo. Quienes sufren este desorden sienten una fuerte necesidad de contar sus acciones o los objetos que los rodean (…) La aritmomanía a veces se desarrolla en un sistema complejo en el que el que la sufre asigna números o valores a la gente, a los objetos y a los hechos, para deducir su significado”.
El número de “sufrientes” de este “desorden” —que no figura, hasta donde pude averiguar, en estadísticas— no parece, sin embargo, pequeño. En el sitio de consultas médicas online ByeDr.com, un hombre que se sentía impelido a contar la gente a su alrededor, las letras de las palabras, los escalones “y muchas otras cosas”, preguntó si podían darle un medicamento que lo hiciera parar.
En un foro, un hombre llamado Joel explicó que contaba objetos geométricos desde que tenía uso de memoria y que nunca le pareció inusual hasta que se lo comentó a su atónita esposa. “No cuento realmente el número de objetos —se justificó—. Cuento los ángulos, los lados, las esquinas. No la suma”. Contaba los ángulos de los carteles en la autopista: tenían cuatro lados y cuatro esquinas y cada lado tenía dos “terminales”, los extremos de la línea. Así, contaba las terminales en cada ángulo (siempre 2). Recorría con la mente los cuatro lados del cartel contando de a dos terminales: 2, 4, 6, 8. “No es nada difícil, ¿verdad? Ahora imagínense hacer lo mismo con cada cartel de la autopista mientras manejan a 65 millas por hora. Y ahora imaginen aplicar este sistema de conteo a objetos tridimensionales. ¿Cuántas terminales se pueden contar? Y ahora imagínense que están en una habitación llena de azulejos de diferentes tamaños y formas”.
Otra respuesta, del montón: “Desde hace años, cuento la suma de números en las patentes de los autos que pasan frente a mí, o los números de letras en los carteles, o la suma de los números de bancos de la iglesia. Esto no distrae mi mente de los pensamientos importantes”.
Desde los Países Bajos, Antón contó su experiencia (¡y se robó mi número!): “Siempre conté los lados de los cuadrados. Tiene que dar 5, así que siempre hago un lado extra para que tenga 5 lados. Entiendan que siempre veo cuadrados por todas partes y tengo que hacer que los lados sean 5. También tengo la obsesión de NO contar cosas cuya suma da 6. Si algo da 6, tengo que hacer que dé 7 o más.”
Con tono de alarma, Richard apuntó: “Mi necesidad de contar ha empeorado con la edad. TENGO que contar de a dos y no puedo parar hasta que llego a 100. Es extremadamente distractivo y perturba mi sentido de realidad. Creo que me estoy volviendo loco”.
Y otro y otro y otro y otro…
Porque soy argentina y de clase media, fui al sitio en el que suelen terminar nuestras búsquedas: el diván del psicoanalista. En el capítulo sobre Obsesiones y Fobias de las Obras Completas de Sigmund Freud, encontré esta mención: “Una mujer había contraído la obsesión de contar las losas de la acera, los escalones, etc., y lo realizaba de continuo, presa de un ridículo estado de angustia (…) Había comenzado a contar para distraerse de sus ideas obsesivas (tentaciones), y lo había conseguido, pero quedado sustituida la obsesión primitiva por el impulso a contar.”
¿Qué tipo de ideas obsesivas son reemplazadas por el impulso a contar? Llamé a algunos analistas que suelen consultar los medios pero ninguno supo decirme mucho más —los analistas serios, parece, no contestan en el vacío, sin conocer al del sujeto en cuestión—. ¿Tal vez quería hacer una cita y comenzar a tratarme? En otra época lo hubiera pensado, pero, al igual que un tercio de los porteños, soy una ex psicoanalizada (otro tercio todavía se psicoanaliza; el resto es psicoanalista), y mi experiencia lo desaconsejaba.
Mi primer analista era igualito a Freud: barba blanca, traje oscuro, pipa. Freudiano, por supuesto. Yo sentía que su interés por mí era genuino. Una noche, a las cuatro de la madrugada, me despertó el teléfono. Corrí a atender, esperando lo peor: una muerte, un accidente, un hospital de madrugada. Reconocí la voz entrecortada de mi analista. Acababa de encontrar un mensaje desesperado que mi (entonces) novio había dejado en su casa, y quería hablar con él. Le dije que se había ido dos horas antes, y que no sabía dónde estaba. Mi analista dijo que temía que cometiera una locura. Me pasé el resto de la noche llorando, imaginándolo hecho puré contra el pavimento. Al día siguiente, me enteré de que había pasado la noche recorriendo los bares de la ciudad. Había llamado a mi analista durante un intervalo de aburrimiento. Este me anunció que comenzaría a analizarlo a él también y pasé las siguientes dos sesiones tratando de sacarle a información sobre lo que él le contaba. Nunca fui a la tercera; me causaba demasiada ansiedad.
Volví a analizarme otras dos veces. Primero, durante ataques de pánico, con una mujer lacaniana. Era lo contrario de un freudiano traidor y me caía bien, pero con el tiempo noté que comprábamos en la misma casa de ropa; a veces, me parecía que se había puesto lo que había llevado yo en la sesión anterior. Escapé a Estados Unidos, donde los psicoanalistas existen solo en las películas y los chistes. Cinco años más tarde, en una crisis de angustia, elegí otra vez a un hombre, para no correr el riesgo de que me copiara la ropa, pero más joven que el freudiano. Se pasó las primeras sesiones hablando —casi no pude meter bocado— sobre las fantasías que los hombres que entrevistaba como periodista debían tener sobre mí. En la siguiente sesión, siguió con el tema: había decidido que el objeto de mi análisis (¿o el suyo
) debía ser ese. Sorprendí una mirada lasciva. Salí corriendo. Todavía le debo la sesión.
Alcancé a preguntarle sobre mi aritmomanía —antes de él, no la había descubierto—. Me respondió con una pregunta que desde entonces gira en mi cabeza como la clave del enigma: ¿por qué, de entre todos los números, el cinco?
En marzo de 2005, en Jerusalén, alguien me señaló que la Cábala y la interpretación mística de la Biblia judía se centran en los números. Consulté al rabino Guillermo Bronstein, de Lima, que sabe mucho sobre Biblia. Me preguntó cuáles eran los números de mi familia. Le dije: 19, 7, 5. “Son números muy emparentados en la tradición judía. El 5 y el 7 son los números de la plenitud. Los números impares resultan muy atractivos porque tienen un centro”, sentenció. Cinco eran los libros de la Torá, explicó. El siete está por todos lados: los siete días de la creación del mundo, las siete plagas de Egipto… Diecinueve años es el ciclo astronómico del calendario hebreo; cada 19 años, los calendarios hebreo y gregoriano coinciden.
“Uno de los principios de la interpretación bíblica mística consiste en cambiar las letras por números, buscando un significado oculto -siguió—. La Cábala utiliza esos métodos para hacer decir al texto lo que éste no dice. La simplificación de que todo está en un libro da sensación de seguridad, de que todo encuentra sentido en una sola clave”.
¿Y si la aritmomanía era eso: una forma de pensamiento mágico al que recurrimos algunos para darle un sentido a un mundo que no lo tiene? Volví, neuróticamente, a Freud y encontré una confirmación: “La idea que constituye la fobia y a la cual se encuentra asociado el miedo puede ser sustituida por otra idea o más bien por el procedimiento protector que parece aliviar al miedo”.
Pero, ¿cómo era posible que tantos en mi familia hubiéramos sustituido el tan humano miedo existencial por una misma manía? En eso pensaba cuando, a bordo de un bus en el centro de Buenos Aires, vi a un niño de ocho años señalar excitado por la ventanilla: “¡Otro! ¡Van siete!” Su papá, sentado a su lado, lo felicitó: era el séptimo perro gris que contaban desde que el inicio del viaje. En un flashback inesperado, me volvió a la memoria un juego de mi infancia, que papá practicaba con nosotros cada vez que salíamos del pueblo perdido de la Patagonia en que vivíamos, por las rutas desiertas del Sur: debíamos detectar determinados números en las patentes de los automóviles a los que pasábamos. El que los encontraba era el ganador.
Feliz con mi descubrimiento, llegué enseguida a la conclusión de que cinco éramos los miembros de mi familia durante mi infancia (Víctor, el chiquito, nació cuando yo tenía 10 años). O cinco eran los dedos de la mano, lo mismo daba. (¿O tal vez no era cinco el número secreto? ¿Y si era otro, dudé. Pero sigo contando de a cinco).
A los pocos días llevé a mi sobrino José, de cuatro años, primogénito de mi hermano mayor, a una sala de juegos de un centro comercial. Cuando bajamos al estacionamiento, vi que musitaba algo y me agaché a escucharlo. “Uno, dos, tres, cuatro, cinco…”. Pregunté qué contaba. “Eso”, señaló. Levanté la mirada y descubrí las letras de un cartel luminoso.
fuente: GRACIELA MOCHKOFSKY
revista soho
No hay comentarios:
Publicar un comentario